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miércoles, 28 de mayo de 2025

🌾 "De la Guerra al Trigo: El Ciclo que Aprendió a Sembrar"

 🌾 "De la Guerra al Trigo: El Ciclo que Aprendió a Sembrar"

Europa, principios del siglo XX. La ciencia, ese lenguaje recién descubierto que permitía leer los secretos de los átomos, se encontraba en la encrucijada de la historia. Aún no terminaban de asentarse las bases de la mecánica cuántica, cuando ya la humanidad aprendía a usar el conocimiento para fines tan nobles como oscuros.

En el año 1909, el químico alemán Fritz Haber logró lo que parecía imposible: tomar el nitrógeno del aire —un gas tan abundante como inútil para las plantas— y combinarlo con hidrógeno para formar amoníaco (NH₃). Con ello, nacía el proceso Haber, perfeccionado en 1913 por Carl Bosch, quien lo llevó a escala industrial. Así surgía el Proceso Haber-Bosch, uno de los avances más trascendentales de la historia de la química.

Este proceso cambió el curso del mundo: permitió fabricar fertilizantes que podían alimentar a millones. Pero en los años previos a la Primera Guerra Mundial, Alemania usó ese mismo amoníaco para fabricar explosivos. La vida y la muerte compartían el mismo compuesto. Haber, convencido de que servía a su patria, participó incluso en el desarrollo de armas químicas como el gas cloro. Ganó el Premio Nobel de Química en 1918, no sin controversia.

Mientras tanto, otro joven científico, Max Born, trabajaba en la comprensión de la materia a nivel atómico. En los años 1920 y 1921, junto al químico Alfred Landé, desarrolló un método para calcular la energía reticular de compuestos iónicos —una cantidad esencial para entender su estabilidad y formación—. Este conjunto de cálculos fue conocido más adelante como el ciclo de Born-Haber.

El ciclo no fue creado para fabricar armas, pero como tantos avances científicos de su época, sus aplicaciones fueron tomadas por la industria militar para perfeccionar materiales y explosivos. Era un tiempo en que los laboratorios estaban al servicio de la guerra.

Y sin embargo, el conocimiento nunca es estático.

Con el paso de los años, y tras la tragedia de dos guerras mundiales, el mundo comenzó a mirar a la ciencia no como un arma, sino como una herramienta para reconstruir lo que se había perdido.

En las décadas siguientes —especialmente desde los años 50 en adelante—, el amoníaco producido por el proceso Haber-Bosch se convirtió en la base de los fertilizantes nitrogenados, revolucionando la agricultura y permitiendo alimentar a una población mundial en rápido crecimiento. Lo que alguna vez sirvió para destruir, ahora hacía brotar la vida desde el suelo.

Y el ciclo de Born-Haber, hoy enseñado en cursos de química general, es clave para entender cómo se forman las sales en la naturaleza, cómo funcionan los fertilizantes iónicos, cómo ciertas sustancias pueden liberar o absorber energía en los procesos agrícolas y medioambientales.

Así, el ciclo que nació en medio del conflicto, bajo cielos turbios y propósitos inciertos, terminó por florecer en los campos.

Del nitrógeno que antes se volvía bomba, ahora nacen los frutos del maíz, del trigo, del arroz.
De los cálculos pensados para resistir la guerra, ahora emerge la paz de una cosecha.

 La ciencia, como el fuego, puede quemar… o puede iluminar.

El conocimiento no es bueno ni malo en sí mismo; somos nosotros quienes elegimos cómo usarlo.
Incluso lo que alguna vez se creó con fines oscuros, puede redimirse y convertirse en herramienta de vida.

Hoy, tú que estudias química, llevas en tus manos esa misma elección.

Que el ciclo que aprendes no sea solo un conjunto de pasos termodinámicos, sino una semilla de conciencia, una prueba viva de que el saber puede sanar.

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